Artículo de Diego López: El Mostrador 2/10/2013
“Las tareas que nos ofrece son mayores y hermosas: reformar la Constitución de Pinochet es un bonito desafío, pero la veo más complicada que entusiasmada con eso, llena de aprensiones, pero no de ganas. Hacer más justo el sistema educacional clama al cielo, y vaya si es labor enorme; pero cuando Michelle nos habla de eso nos llena de precisiones técnicas, de detalles, de advertencias, sin mencionar las contradicciones en que ha incurrido sobre lo que cree que es una educación justa y buena para todos. No me gusta como le sale.”
No entiendo bien a Michelle. Mientras más adhesión tiene (y vaya que tiene bastante) menos se le escucha. Más apoyo equivale a más silencios. Ya casi no oímos sus propuestas. Y ahora no quiere ni debatir con los demás candidatos. Muchos hablan por ella, tratando de explicarnos qué fue de las consultas ciudadanas para construir el programa de gobierno, y por qué en una candidatura como la suya, que se presenta como transformadora, campean asesores que no se han destacado los últimos 20 años precisamente por promover cambios. Y pese a ese montón de cercanos suyos que nos informan cada día lo que piensa Michelle, lo que hará cuando sea Presidenta, aún no sabemos qué opina de un montón de asuntos de muy prioritaria importancia: derechos laborales, reforma a las AFP, instalación de represas, reivindicaciones mapuches. Claro, son temas en que su gobierno no destacó especialmente, más bien al contrario.
Entonces, suena raro: más posibilidades de ganar no generan mayor entusiasmo. Una candidatura con amplio respaldo, llena de aire ganador, con declaradas ambiciones transformadoras, debiera brillar con colores propios; mostrar fervor, ganas, pasión. En vez de eso, Michelle se parece mucho a su propia imagen presidencial: se mantiene a gran distancia de la contingencia, dejando que muchos otros digan, opinen y hagan por ella, reservándose, en silencio, la última palabra, que nunca le escuchamos decir, sino sólo podemos deducirla por lo que hacen sus representantes.
Eso no está bien: si ella no se está jugando con pasión, como estandarte de los cambios que dice querer, si no aparece como cara visible empleándose a fondo por lo dice ansiar para el país, sin ponerle nervio y fervor, prefiriendo en cambio enviar a políticos y técnicos profesionales a que digan, hagan y se arriesguen, no me da confianza.
La última vez que recuerdo que ella salió adelante a defender con pasión lo que creía, fue cuando pidió sinceramente a los pacos que no reprimieran a los pingüinos. Nunca más se le vio ni con pasión ni con entusiasmo. Cuando pidió disculpas por el Transantiago, sonó más bien al lamento de una Presidenta sola entre tanto tecnócrata inepto (ella no parece haber aprendido la lección, sigue rodeada de tecnócratas). No recuerdo otra ocasión en que ella haya salido adelante, con decisión, con pasión, con entereza, a decirnos lo que había que hacer y lo que ella iba a hacer.
Y eso que las tareas que nos ofrece son mayores y hermosas: reformar la Constitución de Pinochet es un bonito desafío, pero la veo más complicada que entusiasmada con eso, llena de aprensiones, pero no de ganas. Hacer más justo el sistema educacional clama al cielo, y vaya si es labor enorme; pero cuando Michelle nos habla de eso nos llena de precisiones técnicas, de detalles, de advertencias, sin mencionar las contradicciones en que ha incurrido sobre lo que cree que es una educación justa y buena para todos. No me gusta como le sale.
¿Por qué tan poco entusiasmo? ¿Será cansancio? ¿Será poca fe? No lo sé. Quizás tenga que ver con que los tecnócratas que tanto escucha, la han convencido que los buenos gobernantes no están para grandes transformaciones, que sólo traen problemas y tienen resultados muchas veces difíciles de prever en toda su magnitud. Mejor confiarse a políticas específicas, autofinanciadas, con efectos precisos y medibles, ojalá en un par de años. Lo otro es tomar mucho riesgo.
El problema es que al próximo gobierno, sea cual sea, no le quedará otra opción que tomar muchos riesgos. La agotada política de los “grandes acuerdos”, se esmeró mucho en lograr bien poco. Las cosas, por así decirlo, están ocurriendo de otra forma y en otra parte: ahora que las trampas institucionales han quedado tan en evidencia, todos sabemos que no se pueden hacer los cambios que reclama la mayoría bajo este sistema institucional. En realidad, quien salga Presidente es cada vez menos relevante. Lo que realmente importa es qué va a hacer el próximo gobierno para enfrentar el creciente descontento de los estudiantes, los trabajadores, los consumidores, los habitantes de regiones, los funcionarios públicos. Como las reglas institucionales están concebidas para que los intereses de una pequeña pero muy poderosa minoría siga impidiendo los cambios, gobernar ha sido, hasta ahora, muy predecible, y la diferencia entre los últimos gobiernos en realidad es difícil de encontrar.
Lo que el próximo gobierno deberá enfrentar es una institucionalidad conservadora con un creciente reclamo por cambios políticos y económicos de verdad. Todo lo aprendido y puesto en práctica desde 1990 —resumible en la frase “si no se puede no se puede no más”— no servirá para enfrentar este desafío. Y la disposición de Michelle —reservada, cautelosa, distante— parece anunciar que va a hacer exactamente eso: si no se pudo, no se pudo ‘nomás’.
El entusiasmo hay que buscarlo en otra parte. En las candidaturas de ME-O y de Parisi, que están llenos de ganas, de fervor, pese a que se saben mucho menos competitivos que Bachelet, pero competitivos al fin. Ellos le ponen nervio y un creciente suspenso a una campaña donde la probable ganadora pareciera no querer estar donde está ni tener que hacer lo que dice que va a hacer.